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Cuando comentar era parte de la estrategia en redes sociales
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De cuando comentábamos

12/6/2025
6min
carlos-sellami-welovblog

¿Por qué ya no comentamos publicaciones?

Hubo un tiempo en que dejar un comentario era algo casi automático. Era la extensión de nosotros mismos. Leías un post y algo dentro de ti te empujaba a esa interacción: una idea interesante, una reflexión provocadora o una historia que conectaba con tu experiencia. Ese detonante que llamaba a las puertas de tu pasado...

De esa forma, y sin pensarlo demasiado, simplemente respondías. Ya dejamos para otro día si se hacía con más o menos respeto, o si el fin era de todo menos constructivo.

Era una forma de sumarse a la conversación. De dar visibilidad a ese contenido que había removido algo dentro de nosotros y, por qué no, también darnos presencia a nosotros mismos.

La realidad es que eso pasa cada vez menos.

El silencio de las redes sociales

Hoy en día, las publicaciones se leen en silencio. Hay barra libre de impresiones (o llamadas ahora visualizaciones), reacciones, incluso compartidos… pero los comentarios escasean. En muchos casos, la conversación —si ocurre— ya no es pública. Se fue mudando, de a poco, a los mensajes privados, a los círculos cerrados, a los lugares donde uno puede expresarse sin riesgo. 

O simplemente dejó de ocurrir. Las razones son numerosas, y estamos lejos de tenerlas todas, pues las hay también de todo menos obvias.

Para empezar, comentar se ha vuelto una especie de acto de exposición. El comentario no solo es visible, sino también rastreable y, sobre todo, vulnerable. Es el reflejo de nuestra posición, opinión e incluso de nuestras emociones, nuestro estado de ánimo.

Dices algo y se queda en un estado sólido, inalterable, para círculos tanto conocidos como desconocidos. De pronto, una opinión que solo pretendía darte paz y tranquilidad respecto a un tema en concreto puede parecer de todo menos una buena idea.

Puede denotar debilidad, ignorancia, falta de autoestima y miles de opciones más y, claro, eso nos aterra. Ese juicio perenne, ese filtro constante, hace que muchos opten por el silencio.

El peso de la exposición

Un comentario es visible, rastreable y —aunque no lo parezca— vulnerable. Decir algo hoy en día es casi tan valiente como el hecho que le sigue: dejarlo ahí. A la intemperie del frío social. De pronto, una opinión sincera puede parecer poco estratégica. Un matiz puede ser leído como tibieza. Una pregunta puede ser vista como ignorancia.

El comentario, que antes era un gesto de participación, hoy se percibe como una especie de posicionamiento. Y posicionarse cansa. Hay que pensar cada palabra, cuidar cada forma, medir el tono. ¿Y si me malinterpretan? ¿Y si lo sacan de contexto? ¿Y si simplemente no les encaja lo que tengo para decir?

El ritmo de las plataformas

Además, hay algo en el ritmo cardíaco de las redes que no nos ayuda. Todo pasa demasiado rápido. Publicaciones que desaparecen en cuestión de horas, timelines que se actualizan sin parar, siempre adornados con estímulos constantes.

No hay tiempo para detenerse, para elaborar una respuesta, para escribir con intención. Así que, en lugar de comentar, dejamos un “like”. O una reacción. O, más fácil aún, nada.

Nos hemos acostumbrado a consumir contenido como si estuviéramos en una cinta de ensamblaje: todo es previsible y detenerse es ir en contra del sistema. El swipe se volvió una coreografía involuntaria y con él, la opción de responder se volvió casi una interrupción. 

Comentar exige todo lo que no ofrecen las redes hoy en día: pausa y atención. Y en ese sprint constante, pensar antes de escribir se ha convertido en un lujo que casi nadie se puede (ni quiere) permitir. 

Participación silenciosa 

Y sin embargo, aquí seguimos observando. Seguimos leyendo. Nos seguimos interesando. Lo que pasa es que esa participación se volvió más íntima, más invisible. Tal vez le mandamos el post a un amigo por WhatsApp con un “mira esto”. O lo guardamos para leer más tarde (aunque probablemente no volvamos a hacerlo). A veces, incluso, nos cambia el día o nos hace pensar distinto, pero no dejamos ni una pista de que estuvimos ahí.

Es curioso: nunca fuimos tan visibles como ahora y, sin embargo, participamos cada vez más desde las sombras.

Cuando las redes se adaptan al miedo a comentar

Las plataformas también lo entendieron. Por eso fomentan las reacciones privadas, los comentarios con opción de quién puede verlos, los mensajes uno a uno. Nos están dando maneras de expresarnos sin exponernos. Y nosotros, agradecidos, las usamos. Pero en ese proceso, algo se pierde.

Porque comentar no es solo opinar. Comentar es construir algo colectivo. Es animarse a poner palabras en un espacio público, sabiendo que otros también lo harán. Es abrir un hilo donde otros puedan entrar, disentir, sumar, enriquecer. Cuando nadie comenta, no hay conversación. Solo publicaciones sueltas flotando en un mar de “likes” que no dicen demasiado.

Tal vez sea momento de recuperar el valor del comentario. No como acto de valentía épica, sino como pequeño gesto de presencia. Como forma de decir: “Leí lo que escribiste. Y esto me hizo pensar.”

Volver a comentar no es volver al ruido. Es volver a la conversación. Y quizás, en un tiempo donde todos miramos pero pocos hablamos, eso ya sea bastante.

Ojalá no estemos tan lejos de volver a habitar los espacios públicos del pensamiento. No solo hablamos del rastro de nuestra huella digital, sino también de la palabra en su más estricto sentido. Pues es la palabra la que da paso a la pregunta, a la emoción compartida. Algo más que el eco de un scroll tan infinito como mudo.

Quizás lo que necesitamos no es comentar más, sino hacerlo mejor. Volver a hacerlo desde la honestidad, sin el peso de tener que decir algo brillante, definitivo o irrefutable. Comentar nunca consistió en levantar el dedo, sino en extender la mano.

El comentario no tiene que ser el baile final del show, sino una forma de estar, de acompañar aquello que precisamente nos ha provocado esa acción. El comentario nos ayuda a hacer saber al otro que lo que se publicó no se perdió en la inmensidad, que no fue carne del vacío, sino que al otro lado de la pantalla, se escuchó y resonó dentro.

Porque, al final, se resume en animar a llevarlo a cabo. Y si, después de esto, solo una persona lo hace, entonces habremos empezado a recuperar algo. 

Algo pequeño, pero profundamente humano.

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